En esta época antigua de la historia de Roma, la educación
de los muchachos se limitaba a la preparación que podía darle su padre. Se
trataba de una educación de campesinos, basada fundamentalmente en el
respeto a las costumbres de los antepasados (mos maiorum). Desde la más tierna
infancia se les enseñaba que la familia de la cual eran miembros constituía una
auténtica unidad social y religiosa, cuyos poderes estaban todos concentrados
en la cabeza, en el paterfamilias, que era el propietario de todo, con
derecho de vida y muerte sobre todos los miembros de la familia.
Hasta
los siete años era la madre la encargada de la educación de los hijos.
La madre es la maestra en casa. Ejerce, pues, un papel de suma importancia: no
se limita sólo a dar a luz al hijo, sino que luego continúa su obra cuidándolo
física y moralmente. Por eso su influencia en el hijo será importante durante
toda la vida de éste.
A
partir de los siete años era el padre quien tomaba la responsabilidad
de la educación de los hijos. Un padre enseñaba a su hijo -puer- a leer,
escribir, usar las armas y cultivar la tierra, a la vez que le impartía los
fundamentos de las buenas maneras, la religión, la moral y el conocimiento de
la ley. El niño acompaña a su padre a todas partes: al campo, a los convites,
al foro, etc.
Por
su parte, la niña -puella- sigue bajo la dirección y el cuidado de su madre,
que la instruye en el telar y en las labores domésticas.
El
definitivo perfeccionamiento a su formación lo daba el ejército, en el que
se ingresaba a la edad de 16 o 17 años. La fuerza del ejército romano residía
en su disciplina: el cobarde era azotado hasta morir, el general podía
decapitar a cualquiera por la menor desobediencia, a los desertores se les
cortaba la mano derecha, y el rancho consistía en pan y legumbres.